Hace un par de semanas fue el cumpleaños de mi padre, y como sucede en esos casos, pasamos a la pastelería a comprar un pastel. Tomamos uno pequeño y rectangular del refrigerador y nos dirigimos a la caja a pagar. La chica que nos atendió observó el pastel y trato de encontrar el domo que le correspondía, pero por alguna razón, no lo encontró. Lo que me llamó la atención de la situación, que me hizo pensar en ella durante días, fue la manera en que respondió ante el problema. Cuando se dio cuenta que el domo no estaba junto a los demás, nos miró y simplemente nos dijo que no le habían dejado el domo rectangular, sólo tenía redondos. Hubo un silencio incómodo en el que yo esperaba que me diera alguna alternativa, sin embargo, ella sólo nos miró. Entonces comenzamos un diálogo que no llego muy lejos, le dimos algunas sugerencias para poder cubrir el pastel, pero a cada una, ella dio una negativa. Hizo un segundo intento de encontrarlo en la parte de atrás, y regresó con la misma expresión “no me dejaron el domo”. Nos comentó que iba mandar un mensaje para avisar y que se lo trajeran, pero tras preguntarle cuanto tomaría eso nos respondió que una hora. Honestamente no pude evitar sorprenderme, y preguntar abiertamente si en serio no tenía alguna manera de resolverlo, a lo que volví a recibir la misma respuesta.
Al final salimos de la pastelería sin pastel, tal vez nosotros podríamos haberlo resuelto, pero la actitud de “yo no puedo hacer nada” nos desmotivó totalmente para comprar ahí. No conozco la historia de esa chica y quiero pensar que no la encontramos en uno de sus mejores días. Pero le agradezco la experiencia, porque me hizo reflexionar mucho sobre la manera en que respondemos ante los problemas, por pequeños que sean. Cuando nos enfrentamos a un problema la mayoría de las veces nuestra primera actitud es negarnos a ver el problema, hasta que la circunstancia crece que es imposible negarla. Otra forma común de responder es asumir que no es nuestro problema, que no somos responsables por lo que sea que lo haya generado y esperar a que alguien más venga a resolverlo.
El principal inconveniente de estas formas de aproximarse a los problemas es que nos restan poder personal. Al quitarnos la responsabilidad, y en consecuencia nuestra capacidad de responder, nos volvemos víctimas de las circunstancias y no hay nada que dañe más nuestro amor propio, y nuestro control sobre nuestra vida que un rol de víctimas. Por otra parte, aproximarnos de esa manera a los problemas, mata nuestra creatividad y reduce nuestras opciones, pues nos limita a un número minúsculo de soluciones (en este caso sólo había la opción de esperar a que alguien trajera el domo) lo que a su vez termina limitando las oportunidades a las que tenemos acceso, y al final de cuentas reduce nuestro propio potencial.
En contraste con la experiencia en la pastelería, hace unos días tuve una conversación totalmente reveladora, con un pequeño muy listo de 6 años. Le gusta mucho saber sobre mis gatos, así que comenzamos a platicar de Gin y le comenté que se come mis plantas. Él me miró un segundo pensando e inmediatamente me dijo que debería dejar al gato ir al jardín para que se comiera las plantas del jardín. Cuando le dije que no tenía jardín, me dijo que su abuelo podía prestarnos el suyo, o que podía poner mis plantas fuera de la ventana y cerrarla con un candado. También me sugirió hacer una repisa muy alta para que no las alcanzara. En menos de 5 minutos tenía yo una larga lista de ideas para que evitar que Gin se comiera las plantas. Lo que me encantó de la conversación fue que para él no era un problema, era un reto por resolver.
Es cierto que en nuestra vida seguramente nos encontraremos con problemas mucho más difíciles que un domo para un pastel o que el gato se coma las plantas, pero justamente por eso, es que nuestra actitud ante los pequeños problemas es importante. Cuando nos quedamos en la mentalidad de “Yo no puedo hacer nada” terminamos entrenando a nuestra mente a ni siquiera intentarlo, disminuimos nuestra creatividad al mínimo y no reclamamos el poder sobre nosotros mismos. En contraste, cuando nos acostumbramos a pensar en retos por resolver, ejercitamos el músculo de las ideas y nos atrevemos a probar cosas diferentes. Así cuando tenemos un problema mayor, sabemos de antemano que encontraremos una solución. Tal vez habrá que generar muchas ideas, y seguramente no todas funcionarán, tal vez sólo podamos hacer una cosa pequeña a la vez, pero al final podremos lidiar con ello, tomando el timón para llevarnos a mejor puerto.
Gracias por leerme, hasta la próxima semana