Él entra apresurado, nos miramos. Puedo ver su ceño fruncido
-¿Estás bien?- pregunta, asiento con la cabeza
-¿Hay daños?
-No, sólo un florero roto y gatos asustados- Me abraza.
El radio se enciende, no dejara de sonar por los siguientes días. Nos abrazamos más fuerte, aun no sabemos la dimensión de lo que sucedió.
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¿Qué pasamos? Cubetas sí, escombros, polvo. Siento el cansancio en mi cuerpo, no sé cuánto tiempo llevamos aquí, he perdido la noción del tiempo, el sol quema mi espalda, es difícil respirar debajo del paliacate, el polvo pica en los ojos.
-Cuidado este tiene clavos-Me dice la persona de a un lado, la fila se ve hasta el final de la calle, yo estoy detrás del camión de bomberos.
-Pesa- reitera cuando tomo la cubeta y doblo las rodillas. Los brazos duelen, mi espalda, el doctor va a regañarme.
¿Qué hay en mis manos? Cemento, un edificio, un hogar, una vida, su historia.
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-¡Pinches civiles! ¡Sólo estorban!- Nos grita un hombre de traje negro entrando a la calle apresurado, no veo su gafete, su corbata verde se mueve acompañando su paso, su bigote se encrespa cuando grita dirigiendo el camión de soldados que entra frente a nosotros.
-¡Chinga a tu madre! ¡Nosotros llegamos antes!- le replican
-¿Quién es ese?- pregunta alguien
-¿Qué le pasa?- cuestionan otros
-Quién sabe- obtienen todos cómo respuesta
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¿Qué hay en mis manos ahora? A sí, botellas de agua, víveres.
-¡Está es herramienta!- nos avisan al inicio de la línea. Hay confusión, mucha gente moviéndose.
-¡Familiares!- se escucha de repente. Ella entra al tumulto de gente bajando de la bicicleta, le abren el paso, trae consigo sólo una pequeña mochila a la cintura, mallas negras, sudadera gris, el cabello chino hasta la barbilla. Observa la confusión con la angustia creciente en los ojos mientras se acerca.
-Yo vivo ahí- dice al fin mirando la montaña de escombros. Su rostro se descompone. Los brazos amigos la rodean. Ella se rompe y nosotros nos rompemos con ella.
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-No se pudo sacar nada, todas sus cosas se quedaron adentro. No se puede regresar al edificio está a punto de colapsar
-¿Tú cómo te sientes?
-De la fregada
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Caminamos a casa, está oscuro. Hay mucho movimiento, aun no funcionan los semáforos, pero la gente sigue guiando el tránsito. Avanzamos aun escuchando el radio, observando ¿Eso estaba así? Nos detiene una cinta amarilla, la calle de siempre está cerrada
-¿Qué pasó?- preguntamos al policía que impide el paso
-Un edifico se cayó. Ya estaba desalojado- agrega al ver la consternación en nuestro rostro. Cambiamos de ruta.
Esa noche no logro dormir. Me duele el cuerpo. Me duele el alma.
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-Tenemos caldito de pollo- nos dice aquel voluntario señalando la olla de 50 litros en el anafre, mientras nos muestra lo que hay que hacer.
-¿Quién trajo eso?- preguntamos incrédulos
-Una viejita, chiquita con un vestido de flores moradas. Lo preparó aquí, por ahí está su nombre- Dice dándole la vuelta a la olla buscando la marca de plumón.
-María-dice al fin- va a venir por su olla más tarde. Hay que cuidársela – agrega con seriedad. Después continua el recorrido por la improvisada estación de comida. Hoy servimos café y alimento.
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-¿Me regala un café?- me dice una voz tímida detrás de mí. Me doy la vuelta para encontrar esos ojos oscuros enrojecidos por el polvo que reflejan el cansancio de todos. Su uniforme está cubierto de polvo, la piel morena curtida por el sol. Le sirvo un café y sus manos toman el vaso con cuidado pese a los gruesos callos que las cubren.
-¿Quieres un pan?- le preguntó
-Bueno, sí- me responde con una débil sonrisa. Toma la pieza de pan con gusto, musita un débil “gracias” y se marcha.
Mientras veo a aquel soldado alejarse los puños comienzan a elevarse hacia al cielo. Alzo el puño expectante junto a los demás, todos conocemos el código. Aguardamos conteniendo el aliento, cada vez que los puños se cierran para pedir silencio sabemos que hay esperanza.
De repente se escucha un aplauso breve, se vuelve a pedir silencio. Los minutos pasan. Al poco rato alguien corre a compartir la noticia.
-Sacaron a alguien más, ya llevamos 5-
-¿Con vida?
-Si, con vida- Nos responde orgulloso
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La “Güera” ya tiene todo controlado. Llegó hace apenas media hora trayendo más café y se quedó a ayudar.
-Tenemos taquitos de guisado, consomé de pollo, cafecito ¿Qué te ofrezco? – les dice con dulzura a los que se acercan a pedir algo de comer. Su buen ánimo se contagia.
-Manita- me llama- ¿Tienes más platos por ahí?
-Ahorita te los busco- Se los paso, y la observo mientras prepara la orden de tacos de guisado con maestría.
-Yo tengo una fonda- me cuenta después, mientras retoca el color rosa de sus gruesos labios. Ahora todo es claro, pienso.
-¿Manita esto qué es?- me dice más tarde mientras movemos las cubetas de comida debajo de la mesa.
-No sé- le respondo subiendo a la mesa la cubeta azul que me señala. La abrimos y la olemos.
-¡Arroz con leche!- concluimos sorprendidas. Sonreímos, ya hay postre. Buscamos una cuchara y colocamos la cubeta con las demás, tal vez alguien quiera algo dulce para pasar el trago amargo.
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Así fueron mis primeras 48hrs. después de que el pasado 19 de Septiembre un sismo de 7.1 grados en la escala de Richter agitó a mí país. En el texto de hoy quiero compartirte un poco de lo que viví y aprendí con lo que la tierra sacudió.
En esos dos días, y los que han seguido después, me he sumergido en el contraste entre la desesperanza y el abrazo de la solidaridad. Entre la frustración de un gobierno que no responde y una sociedad civil desbordada. Mujeres y hombres que codo a codo desafiaron su capacidad física para mantener una vida encendida. Jóvenes inundando las calles capaces de sorprender a aquellos que en algún momento los han llamado una generación “pasiva”. Muchas manos dispuestas a ayudar, muchos corazones dispuestos a abrazar. Hemos visto el horror de las vidas perdidas en un segundo, historias sepultadas entre escombros, existencias que nunca volverán a ser las mismas. Nos topamos con manos manchadas de sangre por la corrupción y ofrendas de ayuda de las manos de aquellos que menos tienen. En estos días sorprendimos al mundo y a nosotros mismos al mostrar la unión de la que somos capaces. Todos sin importar el origen, el color de piel, la clase social, la religión, el oficio. Todos sólo enfocados en una cosa: ayudar.
Estoy agradecida y orgullosa de la respuesta que vi, de todas esas personas que salieron de sus casas para ver por el otro. Qué se reconocieron y se reconstruyeron a través del otro. Que se supieron parte de la comunidad humana y estuvieron dispuestos a ver por los demás. No niego las cosas negativas que también han surgido a partir del desastre, políticos reteniendo ayuda, pruebas de corrupción y negligencia, falta total de estrategia de nuestros gobernantes y un largo etcétera. Sin embargo, me quedó con las personas capaces de construirse un mejor futuro, con aquellos que hombro a hombro se unieron para salvar una vida, para alimentar a los demás, para dar cobijo.
Justo unos días antes de aquel martes caminaba por la calle de Madero en el centro de la ciudad, llevaba dos bolsas de donaciones y una mochila en la espalda que trasladaba al centro de acopio del zócalo para los damnificados del sismo del 7 de septiembre. Caminaba con rapidez, mis hombros dolían bajo el peso y me movía entre la gente tratando de no golpear a nadie. De repente, sentí un pequeño empujón, apenas perceptible, sin embargo, el instinto me hizo hacerme a un lado. Volteé sobre mi hombro extrañada, y mis ojos se encontraron con los de una mujer que se ocultaba ligeramente detrás de un hombre alto, pero que no dejaba de observarme. Llevé la mano al cierre de mi mochila sin quitarle la vista a la mujer y lo encontré abierto. Le sostuve la mirada, algunas arrugas cruzaban su rostro y su cabello crespo y decolorado se movía con el aire. No había sacado nada, mi monedero seguía ahí. La miré con una mezcla entre sorpresa y descrédito, me regresó la mirada con sorna, no había la más mínima vergüenza en ella. Dibujo una sonrisa retadora y se alejó entre la gente. Tardé un momento en reponerme y continuar mi camino. Cuando llegué al centro de acopio, me sorprendí al ver una larga fila de personas deseosas de contribuir. Una pareja de ancianos, una niña con sus padres, un par de estudiantes. Todos con algo en las manos que compartir con quien lo necesitaba.
Ese día llegué a la conclusión que aquellas personas que estaban en la fila y la mujer que abrió mi mochila para robar estaban construyendo dos mundos diferentes. Los acontecimientos de las últimas semanas me han reiterado esa idea. Todos los días tenemos la posibilidad de elegir el país y el entorno que queremos construir. Todos decidimos día a día a cuál queremos contribuir. Con nuestras rutinas cotidianas elegimos en cada acción hacía dónde queremos caminar.
Hay quien dice que la ola de ayuda fue sólo una moda, pero yo vi rostros que tendrán cicatrices en el alma por siempre. Este sismo nos llenó de miedo, muchos aun no logramos recuperar la paz por completo, muchos aun necesitan apoyo, para muchos esto no ha terminado. Sin embargo, la tierra nos demostró que todos somos capaces de contribuir, ayudamos desde dónde estamos, con lo que sabemos y con lo que podemos hacer. Por eso escribo el día de hoy, porque creo en que es posible construir un entorno mejor, porque creo en el poder de la palabra y en la educación como transformadores sociales. Porque creo en las personas y en su capacidad de transformación y resiliencia. Porque creo que los cambios inician en cada uno y que cada granito de arena cuenta, tal como cada uno de esos voluntarios hizo una diferencia.
Por eso hoy estoy convencida de que lo que la tierra sacudió nos ayudará a crecer.
Gracias por leerme, a partir de la siguiente semana regresaré al ritmo habitual de artículos. No olvides que aun se necesita ayuda en muchas partes de México, muchas personas han perdido sus casas y necesitarán apoyo durante los siguientes meses. Contribuyamos no sólo al rescate y trabajemos también por la reconstrucción.
Un abrazo solidario